Recopilación de Rory Stuart
Impreso en 19 de mayo de 1983
Max Hoffman tenía cinco años de edad en 1865 cuando se enfermo de cólera. El médico familiar vino a la granja de sus padres que se encontraba cerca de Wisconsin y después de examinar al niño no pudo darles ninguna esperanza que se recuperaría.
La enfermedad había durado sólo tres días cuando el pequeño Max murió y fue enterrado en el cementerio del pueblo.
La siguiente noche la madre del pequeño tuvo terrorífica pesadilla. Soñó que el pequeño Max se había volteado en su ataúd y parecía que estaba luchando tratando de escapar. Ella pudo ver sus manos crispadas bajo su mejilla izquierda. La madre despertó gritando. Le pidió a su esposo que exhumara el ataúd del niño, pero el se negó. El señor Hoffman sentía que el sueño de su mujer era solo el resultado del agotamiento emocional y que la exhumación del cuerpo del pequeño solo iba a aumentar su agonía.
Pero a la noche siguiente volvieron a repetirse los acontecimientos del anterior y esta vez la madre que estaba frenética no pudo ser tranquilizada. Hoffman envió a uno de sus hijos mayores a llamar a un vecino para que le prestara su linterna, puesto que la suya estaba rota.
Un poco después de la una de la mañana los dos hombres empezaron la exhumación del ataúd del niño. Trabajando bajo la luz de la linterna que habían colgado de las ramas de un árbol. Cuando finalmente sacaron la caja a la superficie y abrieron la tapa , vieron que el cuerpo de Max estaba volteado hacia el lado derecho, exactamente como su madre lo había soñado, y en su mejilla izquierda sus dedos habían provocado profundas marcas.
El cuerpo del niño no mostraba ninguna señal de vida, pero pero el señor Hoffman lo tomó entre sus brazos y se apresuró a cabalgar a la casa del médico. Con un gran recelo, este inició su labor para volver al niño a la vida, un niño al que había declarado muerto dos días antes. Más de una hora de intenso trabajo fue recompensado por un pequeño movimiento de sus párpados. Le administraron brandy y fueron colgadas bolsas calientes bajo sus brazos. Poco a poco, hora tras hora, aparecerían las señales de que el niño estaba mejorando.
En una semana Max Hoffman se había recuperado completamente de su fantástica experiencia. Vivió hasta la edad avanzada de ochenta años en Clinton, Iowa, y entre sus pertenencias mas apreciadas se encontraban las diminutas abrazaderas del ataúd del que lo había rescatado del sueño su madre.
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